Tirar el destino al viento

04/10/2011

Mi historia

Hola. Soy músico. Toco el piano y canto para ganarme la vida. También doy clases. Fui a una universidad de música muy buena y terminé con muy buenas notas.

He podido defenderme en el campo durante los últimos 30 años. Un par de CDs, algunas giras a otros países con mi grupo o artistas reconocidos, no me quejo. Tengo casa, una mujer y una hija maravillosas y una buena vida en España, donde vivo desde ya hace casi 30 años. He tenido la suerte de haber tocado en decenas de países, en algunos en eventos bastante importantes, en otros yo solo y mi pianito. He aparecido en algunos periódicos, incluso con fotos, y creo recordar que en una revista también. Nada de televisión sin embargo, excepto como figurante para otros grupos.

Con todo ese bagaje, soy consciente de que  los mejores momentos en mi vida, musical o no, siempre han sido los contactos que he mantenido con las muchas personas con las que he interactuado en cualquier lugar del mundo.

De todos modos, mi vida durante los últimos 35 años ha sido una especie de máquina de pinball, con muchas coincidencias extraordinarias actuando como “flippers”, que me hicieron rebotar de un evento asombroso a otro. Sucesos que me obligaron a pensar en el gran esquema de las cosas. Una serie de giros del destino que cambiaron mi vida y moldearon mis actitudes, filosofía y visión del mundo, y que me permitieron tener profundas relaciones humanas, en ocasiones muy efímeras. Relaciones humanas que considero importantes y gratificantes, por breves que sean.

Después de graduarme en la universidad en Boston en 1980, sabía que tenía que salir de esa ciudad, tan llena de grandes músicos y de profesores, todos compitiendo por trabajar. Durante el último año me invitaron durante un mes a las Bermudas, a casa de un amigo. Como es una isla pequeña llena de turismo y tenía buenos contactos, durante mi estancia en esa isla participé en todas las jams y toqué en algunos hoteles y en varias fiestas. Resumiendo, llegué a conocer todos los rincones de esa comunidad musical tan próspera, e hice muchos amigos. El mes se acabó y me encontré de vuelta en Boston, tocando con mi sexteto de swing en dos piano-bar, dando clases, y viviendo una cómoda relación con una mujer con quien compartía una casa en las afueras de Boston. Un día, fui a la universidad para hacer algunos papeleos, y por casualidad, me topé en los pasillos con un viejo compañero de estudios. Era John, de Bermudas, un gran pianista. Una coincidencia que cambiaría mi vida radicalmente.

John sabía que había estado en su país, y me contó que él estaba intentando quedarse en los Estados Unidos para trabajar y establecerse. Me dijo que tenía una oferta muy buena en Bermudas para un pianista, en un hotel al lado de la playa: 25,000 dólares al año, 2 horas por noche y con casa incluida. Apunté los nombres y números de teléfono (algunos de los cuales eran de personas que había conocido durante mi mes en Bermudas), y después de recibir noticias alentadoras, empecé a preparar mi viaje, mi futuro como un músico profesional en el extranjero. Estaba muy emocionado. Para acortar un poco esta larga historia y resumiendo: en el espacio de dos semanas logré deshacer mi exitoso sexteto de swing, me despedí de los dos piano-bar, me despedí de todos mis alumnos, vendí mi coche, compré el billete de avión, empecé el papeleo para la oficina de inmigración (que incluyó una radiografía torácica), compré un traje negro, rompí, por lo menos a nivel psicológico, con mi chica, guardé todas mis pertenencias en el sótano de un amigo y volví a la casa de mis padres en el Bronx, después de 11 años independizado. Y entonces esperé con ansiedad esa  llamada de Bermudas, que tardó bastante en llegar.

Empezaba a dudar, y un día, desde un McDonald´s en Manhattan en el que estaba con un amigo pianista de Israel, decidí llamar a Bermudas con un montón de monedas. ¿Y quién contestó el teléfono? El mismo John que me había enviado a esta aventura del tipo “salir de Boston al precio que sea”. John no había podido conseguir el visado de trabajo en Estados Unidos y se había visto obligado a volver a su país y a aceptar el fabuloso trabajo. Casi vomité mi hamburguesa. Un par de días después, en la habitación donde había crecido, bastante deprimido y preguntándome qué diablos debía hacer con mi vida, recibí una carta de un viejo amigo en Alemania, alguien a quien había conocido en India hacía 7 años y con quien solía cartearme a menudo. No dudé mucho en aceptar su oferta de ir a Alemania. Él tenía tiempo libre y coche y pensaba hacer algo de camping y viajar por el norte de Europa. Cambié mi maleta por una mochila, mi traje por unos vaqueros, y con mi Real Book y una melódica aterricé en Frankfurt unos días más tarde. Mi padre me dijo que tardaría 6 meses en volver y ya llevo 30 años. Durante las semanas siguientes viajé al azar por todo el norte de Europa, tocando el piano en cafés y la melódica en las calles y metros, pasando la gorra, y con bastante éxito.

Un día, mientras tocaba por propinas en un bar de Ámsterdam, conocí a un par de chicos que estaban organizando un festival en Norrdeich, en la costa norte de Alemania. Un pequeño Woodstock, digamos. Me ofrecieron un concierto, solo piano por unos 80 dólares. Con Manfred, mi amigo alemán, y una tienda de campaña, dos semanas más tarde estábamos en la portada del Diario de Norrdeich, yo con mi melódica; Manny, con una guitarra. No era exactamente televisión nacional, pero no me puedo quejar. Estaba previsto que yo tocase después de un grupo de rock sinfónico alemán, que se llamaba Scaramouche. Ellos me iban a prestar su piano acústico/eléctrico.

Llegó la gran noche, pero dejadme que os describa la situación: recién graduado de la universidad, sin apenas poder practicar, no en mi mejor forma ni de broma, a punto de tocar SOLO PIANO (básicamente jazz clásico, sin cantar) delante de alrededor de 5000 jóvenes alemanes, borrachos y entusiasmados con el Scaramouche, todos gritando (¡Tzugabe! ¡Tzugabe!), pidiendo más. El momento llegó por fin a las tres de la madrugada. Estaba muy, muy nervioso (lo que se dice en inglés “sudando balas”, o “cagando ladrillos”), mientras me levantaba de mi sitio en el backstage para enfrentarme yo solito a la muchedumbre. ¿Cómo iba a tocar yo solo después de ese asombroso grupo? Empecé a caminar hacía el piano y de repente se hizo el caos.

Una lluvia torrencial, como nunca había visto salvo en los monzones de la India, acompañada de rayos y truenos, y más truenos y más rayos, inundó el terreno. Todo el mundo desapareció corriendo como poseído hacía sus tiendas, mientras se fueron colocando enormes plásticos sobre los equipos. El concierto se canceló. ¡Qué alivio tan enorme! Y un final feliz también cuando a la mañana siguiente, con un sol radiante y con todo el mundo tumbado sobre montones de paja tomando sus cafés y desayunos, un trío dio la cálida bienvenida a las actividades del día, y en ese trío estaba yo al piano, con el bajista y el batería de Scaramouche. Fuimos muy aplaudidos y hasta premiados con nuestro propio “¡Tzugabe!”

Mis viajes me llevaron por toda Europa y finalmente a Barcelona, donde, otra vez por casualidad, coincidí con la apertura de una pequeña universidad de jazz, la primera en España (El Aula). A través de un contacto español que conocí en Boston, acabé durmiendo en casa de uno de sus amigos, que casualmente era uno de los fundadores de la escuela. Fui invitado a tocar en la fiesta de inauguración, con Jordi Rossy a la batería, quien más tarde se convertiría en el batería de Brad Mehldau, uno mis pianistas favoritos. Habiendo estudiado español como parte de mis créditos en Boston (poco sabía entonces que jugaría un papel decisivo en mi vida), me ofrecieron un puesto en la escuela para el curso siguiente, que comenzaría en unos 4 meses, si seguía entonces por este lado del charco.

Seguí viajando por España y el norte de África, y decidí no llegar a Kenya y a Madagascar (visados en mano) después de llamar a Barcelona desde una cabina de teléfono en el Sahara, con camellos y nómadas Tuaregs a lo lejos. Comencé mi vuelta a Europa para convertirme en un músico responsable y trabajador. En el camino, literalmente en mitad de la nada, una tierra de nadie de unos 5 kilómetros entre Argel y Túnez, me topé con un tío como yo, con mochila y ropa sucia, que venía de adonde yo iba y también caminando. Resultó que los dos teníamos exactamente unos 10 dólares en la moneda del país hacia el que nos dirigíamos, así que intercambiamos el dinero y nos dijimos adiós.

Un mes más tarde cogía el ferry desde Túnez a Sicilia y desembarcaba en una ciudad llamada Trapani. Mi plan era tomar el tren a Palermo, la capital, y continuar hasta Grecia. Pero no había trenes debido a una huelga y el autobús no salía hasta dentro de 4 horas, así que poco después del amanecer vagabundeaba por esa hermosa ciudad dormida y pintoresca en la punta de Europa, en busca de un desayuno y de algún lugar donde leer y escribir en mi diario. Había un café que acababa de abrir y entré. Aleluya, un piano de cola. Pregunté al barman si podía tocarlo y, aunque estaba algo desafinado, sonaba bastante decente. El barman debió de quedarse algo impresionado, porque llamó y despertó al dueño y ,de pronto, apareció un tal Luigi, que insistió en que tocase aquella noche en su café. Me pagó el billete de autobús a Palermo que ya había comprado yo, y me dejó al cuidado de 4 jóvenes que estaban desayunando. Me llevaron a un hotel y  por la  noche me llevaron a cenar (otra aventura aparte), y todo en un italiano casi inexistente y algo de francés.

Sobre las 10:00 de la noche volvimos al café, lleno hasta la bandera. Luigi parecía haber convocado al barrio entero: unas 200 personas, testigos de este tío de jazz que había aparecido de la nada. Entonces, aunque no me sentía para nada en plena forma, empecé a tocar lo que se me ocurría. Continuamente me interrumpían con sus gritos de ¨Bravo!¨ y con espontáneos aplausos, incluso puestos en pie, mientras yo seguía tocando con una mezcla de vergüenza y de euforia. La noche siguió durante horas y mi solo de piano se convirtió en una jam session con acordeonistas y violinistas, y con Luigi recitando su poesía por encima de la música. Todo muy bohemio. Otra experiencia inolvidable, con una alta dosis de profundo contacto y calor humano. Sin embargo, todavía nada de televisión.

Ahora avanzamos rápidamente 6 años. He conocido a mi futura mujer de 28 años a través de una alumna de la escuela de Barcelona. Vivimos unos 2 años en Barcelona, pero algo frustrados y aburridos de esa ciudad, decidimos pasar un año viajando por India y Nepal. Durante ese tiempo, damos unos 45 conciertos en escuelas, centros culturales, de caridad etc. Experiencias difíciles de explicar con palabras.

Susa y yo habíamos montado un show que era mitad jazz y blues (solo piano) y mitad música española y sudamericana (ella toca la guitarra y yo la flauta, dicho sea de paso). Después de unos meses viajando por el subcontinente indio, entre conciertos, playas, templos y trekking en el Himalaya, recibí una carta de la embajada americana en Nueva Delhi diciendo que había sido aprobado por el “National Endowment” en Washington, una entidad cultural de Estados Unidos, para dar conciertos patrocinados por ellos.

Y uno de esos conciertos me llevó a Kuala Lumpur, la capital de Malasia. Tuve que dejar a Susa en Goa con un pie roto, pero ésa es otra historia.

Me dieron unos 1000 dólares en la embajada, una pequeña fortuna en esa parte del mundo, y fui a Malasia en primera clase. Nada más salir de las aduanas, fui recibido por el oficial de la embajada y unos jóvenes  de la entidad cultural de la universidad, que colaboraba con ellos. Uno de ellos me dijo que le gustaba mucho uno de mis CDs, y yo respondí estúpidamente que yo no había grabado nada todavía. De pronto un sentimiento de sorpresa y consternación llenó el aire en el mismo aeropuerto. ¡Se había equivocado y pensaban que yo era otro! Quién era ese otro es algo que nunca pude averiguar.  Así que me llevaron en una limusina a un hotel de 5 estrellas, y me avisaron de que se había convocado una conferencia de prensa para el día siguiente. Me gustaría añadir que Kuala Lumpur no es Calcuta. La cultura occidental está en todas partes y el nivel de los músicos del jazz es muy alto. Después de casi un año triunfando con facilidad en India de repente me encontré como un pececito en un océano enorme, si no totalmente fuera de mi elemento.

Al día siguiente asistí a una conferencia de prensa muy estresante, con prensa local e internacional, donde preguntaban mi opinión sobre las tendencias actuales de las fusiones de jazz en Europa, además de otras cosas que me resultaron muy difíciles de responder tras llevar  casi un año de viaje y estar totalmente desconectado. Aquella tarde fuimos otra vez en una limusina al palacio de congresos nacional que creo que podía acoger a unas 15,000 personas. Alguien mencionó de paso que el Primer Ministro del país había tenido que acortar un discurso (o algo así) para que pudieran preparar el “enorme” evento, mi concierto en solitario.

Por fin llegó el momento. La “voz” de un reportero de la radio local me presentó por el micrófono y salí a enfrentarme con… unas 75 personas. Y lo peor de todo era que se habían vendido entradas de precios diferentes porque esas 75 personas estaban esparcidas por todo el auditorio. Además, era un piano vertical y no muy bueno. ¡Qué podía hacer yo sino lanzarme una vez más y zambullirme en la tarea que se presentaba!

Al día siguiente tuve buenas críticas en la prensa local, pero malas en la internacional. De todos modos, mis anfitriones siempre fueron muy amables, me trataron sin malos rollos, a pesar del hecho de que supongo estaban deseando terminar con la farsa, meter debajo de la alfombra este tropiezo cultural y olvidarse.

Me fui de allí un poco asombrado por lo que acaba de pasar, hice un poco de turismo en Bangkok antes de volver a India y de seguir de vuelta a España.

La primera noche paré en la isla de Penang, un reducto muy chino al lado de la costa de Malasia, un antiguo centro de fabricación de chips de silicona. Salí por la noche para cenar algo y después de caminar por las calles, encontré por casualidad  un pequeño restaurante, muy chino, en una calle sin salida, barato y relativamente limpio. Estaba disfrutando de mis tallarines y leyendo mi libro, mientras una abuelita cortaba verduras, una mamá daba el pecho a su bebé y unos niños jugaban en el suelo junto a mis pies. Era el único comensal en ese momento. De repente escuché mi nombre y la palabra “cultur” (en malayo) y miré hacia arriba para ver en la vieja televisión, con la imagen borrosa, la sección cultural del telediario, con un vídeo de mi recital de la noche anterior. Me sorprendió tanto que tenía que compartir ese momento. Así que, apuntando frenéticamente a la televisión y a mí mismo, prácticamente gritando “¡yo! ¡yo!” con la boca llena de chowmein, logré compartir ese momento mágico con la familia descalza que había a mi lado, que decidió pedirme un autógrafo en sus servilletas de papel.

Contacto humano una vez más, a la vez extraño y gratificante; un momento cálido debido a la música, y por fin….¡televisión internacional!

Gracias, y gracias a John 🙂

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